martes, 9 de septiembre de 2014

¿Hay algún adulto entre ustedes?

La noticia me dejó consternado: "La Cámara Criminal y Correccional Federal confirmó los procesamientos de cinco alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires por daño agravado?". Habían producido destrozos en la iglesia San Ignacio de Loyola, que está cerca del colegio. Hay más: hace pocas semanas, una chica de séptimo grado, de 12 años, fue a su escuela con una pistola. Los directivos llamaron a la policía. Llegó un patrullero y el asunto no terminó en tragedia. Pasó en un colegio público de Florencio Varela. Algo anda mal en ese distrito: en el barrio Santa Rosa, tres jóvenes entraron a una escuela para atacar a un alumno. Iban armados con una pistola y dos cuchillos. Rompieron vidrios, empujaron y golpearon a los que se les cruzaron.


La violencia juvenil parece haberse viralizado. Aún es un brote epidémico; pero quizás se vuelva endémico. Hace varios días, en Santa Fe, a pocos metros de la puerta de entrada de una escuela para adultos, un chico de 17 años mató de una cuchillada a otro de 16. Y en abril pasado, en Junín, Naira Cofreces murió luego de que un grupo de compañeras la golpeó salvajemente. Naira tenía 17 años; una de las agresoras, 16.

Hace pocos días, mientras yo caminaba por una de las avenidas más importantes de Mar del Plata, estalló un griterío que sacudió el mediodía. En una esquina, a media cuadra de donde yo estaba, se había amontonado un centenar de alumnos de un colegio vecino. Gritaban alrededor de dos chicas que luchaban brutalmente; daba miedo y angustia ver cómo se golpeaban. Un taxista llamó por celular al 911. El empleado de una librería, que había salido a la calle alarmado por el escándalo, comentó que pocos meses atrás, en esa misma esquina, un chico de 16 años había herido a cuchilladas a dos compañeros. "Esto parece la selva", dijo. La sirena de la policía rompió el maleficio de la batalla. Los chicos y chicas se esfumaron.

Pensé: ¿estamos en la selva? Los gritos de la pelea retumbaban en mi cabeza como un tambor de guerra. Recordé una novela del premio Nobel inglés William Golding, El señor de las moscas. Las peripecias de sus protagonistas querían decirme algo. Cuando regresé a casa busqué la novela en mi biblioteca. Abrevio el argumento: un grupo de niños de entre 6 y 12 años está perdido en una isla desierta porque el avión en el que viajaban cayó derrumbado por una tormenta. Los pilotos y otros pasajeros murieron y no hay ningún adulto vivo. Se arman dos grupos de niños bien distintos: uno liderado por Ralph y otro por Jack. Cal y arena. Agua y aceite. ¿El bien y el mal? Los grupos conviven forjando sus propios ritos y estrategias, que derivan en conflictos y peleas. El grupo de Jack mata una cerda, la decapita y clava la cabeza en una estaca. La convierten en un tótem, o en un ídolo, al que bautizan "El señor de las moscas". Va creándose un clima sórdido y salvaje, hasta que el grupo de Jack mata a dos amigos de Ralph y el orden precario que existía se desmorona. Jack decide cazar a Ralph como si fuera un cerdo. Alguien prende un fuego descontrolado. Ralph escapa, lo persiguen, (¿una patota, una jauría?), y cuando corre desesperado por la playa tropieza con el oficial de un crucero que desembarcó en la isla alertado por el humo.

Hacia el final hay unas líneas conmovedoras. El oficial le pregunta a Ralph:

"¿Hay algún adulto? algún grande entre ustedes?"

Y pocas líneas después:

"Vimos vuestro humo. ¿Qué estuvisteis haciendo? ¿Librando una guerra o algo parecido?"

Ralph asintió.

Y luego pregunta el oficial:

"No mataron a nadie, supongo. Ningún cadáver."

Ralph contesta:

"Sólo dos, y desaparecieron."

Ralph rompe a llorar. Los demás chicos, incluido Jack, también lloran porque comprenden que perdieron la ingenuidad, y porque advierten que las sombras que agitan sus corazones ya nunca los dejaran en paz.

El libro se publicó hace sesenta años, y cuenta la forma en que los niños sucumben al veneno de la violencia, el egoísmo, el autoritarismo y la intolerancia. "El señor de las moscas", y me refiero a la inmunda cabeza de cerda clavada en la selva, es un símbolo atroz de ese proceso. Los grupos de Ralph y de Jack le tienen pavor y temor reverencial.

Entonces, a la luz de la novela: ¿cuáles son los símbolos que veneran los jóvenes de hoy? ¿Cuáles son los ídolos que adoran o temen? ¿Cuáles son los modelos de convivencia que les enseñamos? ¿Qué valores les transmitimos? ¿Qué les decimos acerca del bien y del mal? ¿Y sobre la violencia? ¿Y sobre matar?

Son preguntas esenciales en tiempos de crisis de valores éticos y principios morales. Y en este incierto clima social, en donde no hay debates serios sobre la violencia porque las posiciones más diversas se volvieron dogmáticas, y porque muchos discursos sólo conducen fanatismo, la violencia crece y se convierte en una peste que golpea la puerta de nuestras casas e invade los lugares de trabajo, y que también castiga a nuestros jóvenes en las escuelas y la calle.

Mientras pienso en tantos jóvenes apabullados por la droga de la violencia, escucho una y otra vez la pregunta que el oficial le hace a Ralph en la playa: "¿Hay algún adulto? algún grande entre ustedes?". Porque somos nosotros, y no los jóvenes, quienes debemos cambiar el rumbo cuando algo anda mal en nuestra sociedad. Si no lo hacemos, abandonaremos a nuestros hijos a merced de "El señor de las moscas", en una isla desierta donde para ellos jamás habrá paz, ni piedad, ni felicidad.

lanacion.com

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